.

.

.

Aliento*

.

Esta tarde el crepúsculo está teñido de trazos naranjas y azules y borlas doradas estiradas en desorden.

La forma de las nubes supera la armonía de cualquier lienzo. Si se enmarca este cielo, debería llamarse: La agonía de un rey.

Mamá y yo estamos sentadas en un café, mirando hacia la calle, esperando que llegue tío Osvaldo.

El paisaje terrenal de la ciudad es abrumador, la vegetación parece perdida o escondida en el jardín de alguna casa vieja. Hay muchos autos y mujeres que fluyen como sombras. La tierra es de demento infinito y las personas son imperceptibles de cualquier contacto entre ellas, cada una está asfixiada en su propio juego sangriento e inasible de un horizonte sin ídolos, ni esperanzas.

Esteban, mi hermano, dice que esta ciudad es un conglomerado de bichos neuróticos, autorizados para matarse. Yo lo entiendo, al igual que mamá, deberíamos huir al campo siquiera, pero callamos, somos cómplices en nuestro silencio, y lo reñimos a él por esa manía que tiene de repudiar espacios, personas y objetos por la simpleza que presentan. Esteban es así, explosivo, incongruente, casi siempre inestable, siente mucho la ausencia de papá. Aunque en el fondo, pienso que su problema es exigirle al mundo cosas que definitivamente no existen.

Mamá acaba de terminar su segunda o tercera taza de café, está abstraída fumando, ausente y pensativa, no se percata de mi presencia. Generalmente nosotras no conversamos, ella no tiende a hacer o inventar puentes comunicantes conmigo. Es fría y taciturna, como un ángel olvidado por su creador en una oscura vitrina, o despreciado por ecuaciones mentales. Hoy, sus ojos verdes desprenden un vaho gris de tristeza, que sube sinuoso al aire, rodea su rostro, y se confunde con el humo del cigarrillo que aspira.

Ella me mira y sus facciones se hacen por un instante frágiles, es adorable verla así, simulando sonreírme desde la orilla de su celda. Le devuelvo el gesto. Ella lleva puesto un vestido violeta que papá le compró en España, el color de la tela hace que las pecas de sus hombros resulten notoriamente sobre la palidez de mármol. Tiene peinado su rubio y largo cabello hacia atrás. Es inevitable que algunos hombres no dejen de observarla.

Como un pedazo de la torta que pedí. He examinado los objetos y los personajes del café hasta el cansancio y lo más rescatable ha sido una vitrola, que descansa silenciosa en la puerta de entrada. Podría encariñarme más fácilmente de ella que de mi tía Constanza. Podría vender la silla de ruedas de mi tía Constancita sin compadecerme de su enfermedad, y comprar la vitrola al gringo que atiende el café. Me gusta cuando la música murmura en la vacuidad de mis entrañas, y reconforta los vacíos tenebrosos de mi niñez; es un movimiento fantástico y turbador del tiempo que no aprisa, ni oprime, pero sigue engullendo, taladrando mi cuerpo y mi memoria.

Un hombre corpulento y calvo se nos acerca, saluda ceremoniosamente a mi madre y besa cariñoso mi mejilla, luego se sienta en nuestra mesa. Es tío Osvaldo. Es el de siempre, está ahí escondido detrás de unos gruesos lentes y su negra barba, ya un poco encanecida. Conserva un gesto amable, y una sonrisa de idiota. El mundo podría caer pulverizado en sus manos y él, solo, en el centro oscuro del espacio, sostendría aquella misma sonrisa.

-Siento haberlas hecho esperar, queridas señoritas- dice tío Osvaldo, saludándonos.

Mamá lo observa y por fin logra despertar de su somnolencia.

-No importa tío. ¿Cómo están tus flores? ¿Cuándo nos llevarás a conocerlas? -le pregunto y mamá me censura con una mirada filosa. Todas las personas que conocen a tío Osvaldo saben sobre el delirio que tiene de construir un invernadero de flores, repleto de rosas, magnolias, hortensias, violetas, pensamientos, gladiolos y orquídeas. El sueña con las orquídeas, dice que plantará varias especies de ellas, y que lo único que atrasa e proyecto es su trabajo. Tiene que correr antes que el tiempo lo atrape y se lo coma. Me gusta escucharlo disertar sobre la forma y los colores de las flores. Cuando lo hace, suele mover sus manos y abrir mucho los ojos, como si estuviera vomitando flores incandescentes, porque no puede retenerlas en sueños, y las dibuja grandiosas, excelsas. Entonces, tío Osvaldo se ve más especial que cuando sonríe como perro baboso, pues nos muestra cómo está atrapado y hundido en el negro abismo de sus fantasías.

Mamá, blanqueada y bañada por un quejido del sol, me dice que me calle, que tío Osvaldo posee poco tiempo y vino para contarnos sobre papá. Lo que pasa con ella es que no entiende a tío Osvaldo. Un día que estábamos cocinando me dijo que las flores soñadas del tío eran prostitutas, porque en realidad no iba a construir un jardín, sino que estaba realizando unos negocios para administrar un local llamado: La cueva de los dioses.

Esa mañana odié a mamá en silencio, para ella era imposible creer en ciertas cosas y aceptar que tío Osvaldo no estaba loco, ni era un pervertido, sino que la quimera lo encandilaba y hacía que escapara del orden que la mayoría seguimos, para que no se venga abajo la pequeña comedia de cada día.

Ahora los dos están conversando.

-Verónica, yo no puedo hacer nada, hay que esperar que él nos hable.

-¡Por Dios Osvaldo! Si está detenido en la frontera panameña ¿Creés acaso que lo dejarán siquiera que telefonee a su abogado? Esos tipos son crueles, ambos sabemos cómo se comportan.

-Hay varias posibilidades de que no lo hayan atrapado. La prensa transmite constantemente las explosiones del centro comercial y la Corte de Distrito, pero después de dos semanas no indican ni indicios que inculpen a los autores, están totalmente confundidos. Además, Mauricio no tiene rasgos de árabe o latino, siempre podrá pasar por un gringo cualquiera. Por otra parte, Luisa está allá para apoyarlo y darle los certificados y pasaportes falsos. Calma, mujer. Ya deberías estar acostumbrada a estas situaciones.

-Sí, lo sé. Pero esta vez no puedo evitarlo, tengo miedo. Siempre me he adecuado a su trabajo, a estas desapariciones esporádicas y a la terquedad que tiene con sus ideas. Sin embargo, no puedo soportar desapariciones, estar permanentemente dependiendo de una noticia.

-Hablaré esta noche a Miami y le preguntaré a Luisa como salió todo.

Salimos del café. Tío Osvaldo nos lleva a casa en su viejo Volkswagen. El auto tiene muchos periódicos distribuidos en el piso y el asiento trasero. Limpio un espacio para mí y me siento con dirección a una ventana. Veo las calles a través del vidrio y luego la delicada mano de mamá dejándose acariciar por los dedos toscos y morenos de mi tío. No sé si mamá verdaderamente piensa en papá, a mí me parece que sencillamente sufre porque está muy sola. A veces la percibo frágil, tan débil, como una escultura de hielo que no se puede sostener sobre la tierra.

Apuesto que cuando lleguemos a casa me pedirá que toque el violín y se sentará en el sofá celeste para observarme. Se estremecerá al escuchar la música, empequeñecerá levemente los ojos y sonreirá imperceptiblemente, como esas vírgenes pálidas y amables que están en las iglesias. Mientras que, Esteban me espiará desde la mesa del comedor, levantando la cabeza de un libro. Creo que ahora está leyendo uno que se llama El proceso, espero que lo termine y me lo cuente como lo hace siempre, elevando las cejas, exagerando la trama y hablando hasta por los codos, como si estuviera borracho o hubiese visto marcianos.

Cruzamos una larga avenida y mamá y tío siguen con las manos unidas. Extraño a papá. Esteban admira mucho a papá, una vez me lo dijo a escondidas de mamá. Recuerdo que los ojos se le enrojecieron e insultó a papá tres veces seguidas. Fue esa tarde cuando me explicó que las ideologías políticas no importaban en este mundo, porque ninguna contenía la verdad. Me dijo que era un antiguo juego del hombre que impulsaba a las personas a un campo de batalla. Me dijo que en el fondo para lo único que servían era para re-afirmar nuestros fallidos e insignificantes puntos de visto, porque lo esencial era percibirnos con la verdad entre las manos. Esteban me hace dar miedo, y a veces me hace llorar. Yo no quiero morir, ni saber la verdad. Me gusta tocar el violín porque es como si acariciara a mamá y mamá siempre está muy lejana. Me agrada también, estar con mi perro. El ladrido de Rufo es tenaz, alegre, no como el de esos animales mimados o cínicos, él es diferente, él simplemente se entrega a sus amos contento, batiendo la cola y jugando con cualquiera.

Respiro el humo de los autos y el aire de la población. Cierro los ojos, tomo aliento y ahí está Rufo asesando, con la lengua afuera, refregándose a mis piernas, moviéndose de aquí para allá, buscando caricias. Es tan real, tan feliz, y yo diría a veces tan humano, mejor que todos estos muertos que transitan a esta hora de la tarde

.

.

.

.

El vecino y la niña**

.

.

Era la segunda vez que despertaba. Tenía las rodillas dobladas hasta la cintura y mitad del rostro apoyado en una mano, en una pose de niña fetal. La incomodidad del asiento, el traqueteo continuo y las oleadas de ronquidos provocaban que se quedara alerta. Miraba de reojo el estrecho pasillo, atestado de bultos y campesinos durmiendo. Esta vez había sido raro, pero no pudo explicarlo. En la tercera ocasión, abrió los ojos desconcertada ante el rostro que la miraba a diez centímetros del suyo: su frazada había caído por sus rodillas y había sentido algo húmedo en los labios. Lo que pensó inmediatamente fue que se había tragado un mosquito, pero mientras cortaba un trozo de papel higiénico, escuchó una voz que le decía: “Perdón, lo siento, va a disculpar… lo que pasa es que no pude controlarme…”. Entonces, ella miró a su compañero de asiento con el ceño fruncido y velozmente trató de formular una frase que deshiciera lo que había imaginado asustada.

Algo había ocurrido, un ser extraño había ingresado en sus labios, como la lengua de una lagartija. Quiso hacerse una idea concreta de su acompañante, pero no lo logró. Hacía unos instantes, cuando él la había mirado abruptamente, ella no distinguió un solo rasgo de él. Al subir a la flota, había imaginado que estaba acompañada por un comerciante que transportaba libros piratas, juguetes chinos desechables o cualquier otra mercadería, un vecino ordinario e insignificante; pero ahora estaba confundida y ocultaba su rostro bajo la frazada.

Ahora simplemente era una pena, tanto que disfrutaba de viajar, comer sola en un mercado, conseguir un cuarto donde fumar y liberar sus pensamientos tranquila sin que nadie le reclamara nada, aunque la gente en la calle le dijera: Niña, tiene que ir por allá; niña, se ha olvidado de esto; niña, usté se ve menor que su hermano. Su madre le había hablado antes de que partiera la flota, le había aconsejado como siempre que viajara abrigada, cuidara de sus bolsones y le hablara inmediatamente cuando llegara a destino. Ahora, sin embargo, era distinto.

Hubiese querido atrapar un mosquito desorientado y meterlo en la boca de su vecino, para que experimentara de alguna forma el ultraje, aunque a decir verdad no le estuviera devolviendo con la misma moneda.

Adentro, con el pelo enmarañado, ella se sentía frágil. Desde hacía tiempo parecía que nada de lo que hacía fuera lo adecuado. Antes de salir de la ciudad había ido a visitar a una amiga de colegio que no veía hace años y la escena había sido brutal. En un parque lleno de parejas abrazadas, ella le había confesado que al ritmo que iba su vida no podía ofrecerle la vieja y entrañable amistad que antes. La amiga, que llevaba una bufanda delgada en el cuello para cubrir las heridas que le había dejado un ladrón, contrariada por la respuesta, le dijo que no comprendía tanto egoísmo de su parte, aunque no le exigía nada. Estaba bien, que las cosas quedaran como estaban, le dijo. Ella insistió en que ninguna de las dos podía reclamar nada, sus vidas estaban tomando otro rumbo y ya no había tanto tiempo como antes. Más tarde, en el baño de su casa, ella se condenaría por haber tratado así a su amiga. Era peor que una pena; ella estaba cansada y, en vez de responderle al hombre, se quedó quieta.

La mayoría de los pasajeros dormitaba distante a lo sucedido. Todos eran una minúscula muestra del país. Niños sucios en brazos que lloriqueaban en cada tramo, chicos que se turnaban para dejar escapar de sus celulares reggaetón y una cumbia triste, mujeres que despedían densos perfumes y hablaban de las amantes de sus maridos, y otras que comían pescado frito y se chupaban los dedos. Los equipajes y el aire decían algo de ellos. El agresor iba campante a su lado y dormía. Ella, para sentirse más segura, sacó su cabeza al aire, y con la espalda erguida se dedicó a contemplar el mundo apagado del televisor. Sintió que una mirada la penetraba, era una anciana que tenía el rostro flanqueado por dos trenzas. La miraba fijamente como si hubiese sido testigo del incidente y la considerara una víctima, aunque tampoco demostraba que estuviera dispuesta a ayudarla. Sus ojos parecían decirle: No se deje, señorita. Señorita mía.

Lo interesante es que antes, cuando había más tiempo, no importaban tanto los gestos. No se caía en cuenta de los detalles; si permanecía callada o respondía con desgano a los amigos, no brotaban resentimientos en ellos. No había necesidad de castigar con el mismo golpe al otro, o cuidar de no lanzar una risa muy larga o una muy corta. La última vez que había discutido con su madre había sido justamente por esas cosas. “No entiendo por qué ponés tu cara tan seca en las fotos”, le había dicho a ella. Posaba cercada por dos tías bien maquilladas, las tres sentadas bajo la sombrilla de una cafetería. Ella salía frunciendo levemente los labios, los estiraba con esfuerzo. “¿Acaso me criaste para que sea una persona alegre?”, atinó a responderle en la mesa brillante, y su madre parpadeó repetidas veces, señal de que todo se iba a la deriva.

Ah, pero si pudiera volver atrás, volvería con Saudade. El periodo del viaje verdadero donde los mecanismos encajaron de forma natural. Saudade tocaba la quijada de ella en un bar y le decía: “Somos la soledad contactada”, y ella lo veía monumental. El agujero negro del televisor, poblado de sombras, sin embargo, le devolvía el pobre reflejo del presente, donde tenía su sitio. Su vecino, que hasta el momento se había mostrado sereno, cubierto hasta los hombros por una colcha, había empezado a escabullir su mano por debajo, y como un largo reptil tocaba parte de la cintura de ella y bajaba por el buzo gris deportivo que vestía. Los vellos de ella se electrizaron, estuvo casi a punto de soltar una arcada. Respiró hondo varias veces, hasta que notó que el extraño había continuado su camino hasta su entrepierna; lo había hecho como un animal lento y sigiloso. Por lo que no le quedó más que detenerlo y lanzarle una queja, más parecida a un susurro herido: ¡Señor! ¡Qué le pasa! ¡Por favor, por favor! ¡No sabe lo que es el respeto, res-pe-to! El comerciante rollizo abrió los ojos y movió la cabeza apoyada en el asiento en dirección a ella, emergía de su placer. “Va a disculpar, va a disculpar, la verdad es que desde que salimos me parece muy atractiva y como…”, le dijo. ¡Cállese, eso a mí no me importa!, le ordenó ella con rabia y avergonzada. La anciana se mordía los labios, como si retuviera su prótesis o se contuviera de decir algo desde su perfil huesudo y asustado.

Pasada la medianoche, el hombre le rogó que hablaran de lo ocurrido, mientras abría una bolsa de plástico con chicharrón y comía impávido. Ella sentía que cada pedido de disculpas era un dardo más a su dignidad. El hombre, de todas maneras, le contó que su esposa lo había abandonado hacía un año por un hombre menor que él, y que necesitaba compañía. Ella miraba sonriendo hacia las paredes de la flota. Imaginaba que su vida era un juego de fuerzas que consistía en ceder y no ceder a los demás, abrirse y cerrarse, y luego salir huyendo hacia algún viaje. No le creía nada, se había abierto suficiente a esas circunstancias y todavía no podía explicárselo a sí misma.

Al final del viaje, su admirador-acosador probó disculparse de nuevo, le repitió que le gustaba, y que había que minimizar lo sucedido. Parecían en una escena salida de la representación de un drama absurdo, ambos estaban al lado de la flota con su equipaje, como una pareja. Había un tumulto de gente extraña que circulaba entre encuentros y despedidas. Él insistía sin sentido en que le parecía atractiva. Al final, ella —con un rastro de vergüenza en el rostro— le pidió que ni se le cruzara por la cabeza perseguirla, pues si quería podría denunciarlo.

Lo denunciaría.

Claro que sí.

O quizás no. Una especie de flojera la narcotizaba. Pensó en las historias de chicas que suben a vehículos de servicio público y entonces se produce el horrible encuentro con el taxista. Se autoexcluyó de inmediato de esas historias.

El cielo estaba limpio de nubes y gris, pero se abría sorprendentemente para ella, a pesar de que su ex vecino de viaje iba adelante acompañado por un niño que le hacía el servicio de acarrearle tres cajas de cartón con la advertencia de “frágil” en algunas de sus caras, y sonreía a sus espaldas como si estuviera diciendo por lo bajo “qué cosita linda esa niña”. Ella sentía que podía respirar grandes bocanadas de aire, como un prisionero cuando es liberado. Pronto podría correr sola hacia cualquier restaurante o alojamiento.

Cuando llegó a la primera esquina de la terminal de buses, se tranquilizó aun más, tenía en sus manos la billetera de su acosador. La había conseguido y era su trofeo. Ahora la abría, era como una niña ante un regalo. Leía el nombre completo que figuraba en el carné de identidad: Roberto Aguirre Colque. Sintió repulsión por él, no lo recordaría. Sacó rápidamente los billetes que había dentro, era una buena cantidad. La billetera era de cuero. Decidió guardarla, sería el regalo perfecto para Saudade, si alguna vez en su vida se lo encontraba en alguna librería, en algún lugar de la ciudad que compartían.

Al final, metió todo en su cartera, no tenía que levantar sospechas, y caminó, caminó y caminó, quiso llorar en su momento, pero se detuvo. Pensó profundamente en Saudade, y se dijo que no valía la pena, botaría la billetera con los documentos en cualquier basurero municipal. Tenía que botar también a Saudade. Menos el dinero.

.

.

*El cuento Aliento fue publicado el 17 de febrero de 2002 en el diario EL DEBER. Fue el ganador ese año del Premio del Cuento Breve 2001 que organizaba todos los años este matutino para escritores menores de 18 años.

**El cuento El vecino y la niña integró la antología Lo más profundo… ¿la piel? Escritoras bolivianas emergentes, compilada por Giovanna Rivero en 2010. La ilustración en este cuento le pertenece a la artista Alejandra Alarcón.

Emma Villazón nació en Santa Cruz en 1983 y falleció en 2015. En vida publicó los poemarios fábulas de una caída (2007, ganador del Premio Nacional Nóveles Escritores); y Lumbre de ciervos (2013, Ed. La Hoguera). De manera póstuma publicó el libro de poemas Temporarias y otros poemas (2016, Ed. La Perra Gráfica) y el libro de cuentos Desérticas (2016, Ed. 3600).